Llegué siguiendo los pasos del célebre personaje de Hugo Pratt, Corto Maltés. Durante años intenté resistirme al encanto decadente de la ciudad de la laguna por una cuestión absolutamente banal y desprovista, en este instante, de interés. Una vez empecé a seguir los pasos del marino en sus recorridos por la Serenísima me empezaron a invadir intereses desconocidos hasta el  momento y las sombras de otros visitantes ilustres. Allí estaban Brodsky, Ruskin, Proust y Mann, Prendergast y Turner. También de sus habitantes anónimos provistos de una indudable vida propia al margen de los avatares del turismo. De como un aperitivo llamado spritz es algo tan común e inherente a su población como las molestias que produce una recogida temprana de basuras o unas mareas inclementes que llaman la atención de los visitantes pero que  dificultan en extremo la vida cotidiana de sus habitantes y del encanto e incomodidad simultanea que supone vivir entre unas calles privadas de trafico rodado. Más allá está Terraferma, los territorios que una vez dependieron de la República en contradicción con su espíritu marítimo y que hoy en día integran la provincia del Véneto. Allí están las ciudades en las que el Renacimiento dejo su impronta, los muros de otras que quisieron ser inexpugnables e historias de amor como las que describió Shakespeare inspirado en la historia supuestamente veronesa de Romeo y Julieta.