Dos días (y sus noches) en San Francisco
Es parisina. Muy parisina. La plazuela lo es tanto que podría codearse sin sonrojo con la place du Marche de Sante Catherine en el corazón del Marais o incluso con la Contrescarpe del barrio latino de la capital francesa. Argumentos no le faltan. En uno de sus costados se alza el hotel de Francia y París, ese es su nombre, un tres estrellas muy digno, con un sabor un tanto añejo y unas transitorias reformas que limitan esporádicamente el uso del agua. Enfrente uno de los bares restaurantes ostenta el titulo de La Parisien, reafirmado en los vasos de la cerveza oficial del país, la de la Cruz del Campo, junto a un plato de gambas cocidas y la expectativa de una ración de cazón en adobo.
Desde la ventana del tercer piso del Hotel de Francia y París se pueden contar los naranjos, dieciocho, plantados en la plaza. Las farolas, seis, con dieciocho linternas, sin contar las fijadas en las paredes, cuatro más, veintidós. Entre todas ellas desfila un grupo de turistas, probablemente británicos o franceses, persiguiendo la trayectoria de un paraguas amarillo marcado con el número cinco en negro. Otro grupo, no se sabe con certeza de que, parte, en bicicleta, de la puerta que hay junto a la iglesia, ataviados todos con todos los pertrechos de seguridad que se pueden precisar ante un eventual encontronazo con el asfalto. Un señor delgado y con un abundante mostacho teñido de color nicotina, anda pidiendo limosna entre las mesas, apurando un cigarrillo, ya casi inexistente, entre sus dedos índice y corazón, mientras un cliente de la cafetería que se halla junto a La Parisien, la San Francisco Uno, se marcha a paso desganado, asido, sin desgana alguna, de la nalga izquierda de su acompañante femenina. La camarera, Isa, cojea manifiestamente mientras se duele de su pie derecho, al tiempo que uno de sus comensales sorbe una sopa de marisco con pasta que acompaña con una cerveza. Clientes con niños transportados en cochecitos, toman aposento en alguna de las mesas libres a primera hora de la tarde con la sincera esperanza de alcanzar a pedir, e incluso a degustar, un refresco, de naranja, de limón o de cebada, bien fresco, aunque estemos en el inicio del invierno. Isa lo anota en su agenda electrónica y regresa al interior del San Francisco Uno para materializar el pedido.
Fuera ya no quedan turistas ni niños ni ciclistas ni comensales. Nadie pide limosna e Isa, cojeando, ya ha recogido sus mesas. Un puñado o dos de jóvenes aprovechan el centro de la plaza de San Francisco para iniciar el primer botellón de un prometedor largo fin de semana en Cádiz.
© J.L.Nicolas
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