La Ciudad de las Maravillas
El aire se condensa lentamente entorno la copa helada mientras se vierte en ella un sutil chorrito de manzanilla de Sanlúcar de Barrameda. Unos dedos hábiles sujetan una nueva lámina mientras el cuchillo se desliza magistralmente sobre la pata de jamón cortándola finamente, convirtiendo la grasa blanca en una pátina casi transparente de paraíso que se deshace en el paladar. Una tras otra se van sirviendo sobre una hoja de papel de celulosa hasta que llegan a la mesa para acompañar, con gran cariño, las manzanillas.
Lugares donde celebrar la llegada de una nueva tapa o de media ración no escasean. Entre las plazas de San Francisco y la de San Pedro, pasando por la de la Alfalfa y la de San Salvador, esta última donde la parada es prácticamente obligada para entretener el hambre con una cerveza helada en los pequeños bares que sacan sus mesas a la plaza para ampliar su clientela, en verano bajo los grandes tendales que tratan de mitigar el peso del sol al mediodía. Sino, en los alrededores de las calles de Mateos Gago y Alemanes, junto a la catedral, donde las gitanas intentan vender briznas de tomillo y leer la buenaventura en las manos de algún incauto, que a lo sumo pueden pretender que les sea vaticinada la inminente perdida de un billete de diez o veinte euros. Aunque siempre queda el consuelo de considerar enmarcar el tomillo como oneroso recuerdo de la visita a la ciudad.
Al otro lado, junto a las murallas del Alcázar y atravesando un largo soportal se llega a la calle de la Judería, entrada del barrio de Santa Cruz, un pequeño laberinto de callejuelas encantadoras en el corazón de la ciudad. Fachadas encaladas en blanco, rejas de hierro forjado y arcadas cubiertas de violetas buganvillas dispuestas para crear un resquicio de sombra, acompañan el paseo por calles con nombres tan sugerentes cómo la del Agua, de la Pimienta, del Consuelo o de la Vida, inscritos todos en cerámica sevillana en cada esquina. Los naranjos pueblan sus recogidas y acogedoras plazoletas. En una de ellas está el antiguo Hospital de los Venerables, que fue en su origen, en 1675, residencia de sacerdotes ancianos. En su interior, el recinto es extraordinario, con una bellísima capilla junto al atrio central, que conserva frescos y lienzos de diversos autores. Más allá, al extremo del barrio y en la plaza homónima la Casa de Pilatos, un palacio del siglo XVI debe su nombre a la convicción de que el palacio era una réplica de la casa del gobernador romano de Judea en Jerusalén. Los patios tienen un reconocible aire mudéjar en sus arquerías y columnas, aunque se solapan con estilos renacentistas y barrocos en otras partes del recinto. En las esquinas del patio principal hay cuatro estatuas que representan a una musa, a Ceres y dos de ellas a Palas Atenea.
El río, que un día se atravesaba en barcazas, como atestigua el nombre del Puente de la Barqueta, hoy se cruza a pie o en automóvil a través de sus múltiples puentes. Desde el futurista del Alamillo, diseñado por Santiago Calatrava y, hasta el momento exento de litigios, hasta el más antiguo, el de Isabel II, construido por el ingeniero francés Eiffel. Este último lleva al barrio de Triana, al que se entra por la plaza del Altozano, que hace de puerta de entrada junto al mechero, la capillita del Carmen que se halla junto al puente. Al lado estuvo antiguamente el castillo de San Jorge, sede de la Inquisición entre 1541 y 1785, ahora mercado y museo. En la plaza una estatua del matador Juan Belmonte, el pasmo de Triana, escudriña la otra orilla.
Triana huele a pescaito frito, a puntas de solomillo, a cazón en adobo, a ventresca de atún y a boquerones. Y, ¿cómo no?, a manzanilla y a la nostalgia conjunta de todos esos sabores.
© J.L.Nicolas
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