Llegar y Besar el Santo
Mi primera peregrinación fue absolutamente accidental. Dejaba Madrid sin tener ni la más remota idea de hacia donde ir. Así que me despedí de mis amigos de la capital y fui hacia la estación de Chamartín como podía haber ido a Atocha. No había intencionalidad alguna, del mismo modo que tampoco la hubo escogiendo el destino. Fue algo tan simple como subir al primer tren, que no fuese de cercanías, que partiera, sin importar hacia donde. Desperté en Santiago de Compostela.
Me instalé en una pequeña pensión en la rua del Hórreo, muy próxima al casco antiguo monumental. Era tan sencilla como barata. La lámpara era una simple bombilla, pero tenía una de aquellas bonitas balconadas de cristalera tan típicas de Galicia. No había lavabo, un pequeño mueble de madera con una jofaina de plástico y un cuenco de porcelana encajado hacían las veces. Iba a leer a las terrazas de las cafeterías cerca de la plaza Fonseca. Podía pasar horas sentado viendo pasar la gente o simplemente deambulando por los acogedores soportales de las calles del casco viejo en las tardes de lluvia. Pasé días repitiendo las mismas acciones, los mismos gestos, volviendo a los mismos lugares, andando y desandando los mismos recorridos. Un buen día tuve que irme y desde entonces, y aun ahora, he sentido una cierta nostalgia por aquellas repeticiones, por los paseos, por la cristalera... y por la jofaina de plástico.
Pasadas tres décadas, el pavimento de las calles que recordaba mojadas por la lluvia, los pequeños establecimientos y bares, habían cambiado, la gente probablemente también había cambiado. Quedaba la lluvia. Se multiplicaron las tiendas de recuerdos y las efigies del apóstol se exhibían a centenares en los escaparates junto a conchas, bastones y un sinfín de parafernalia jacobea.
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© J.L.Nicolas