Los Náufragos de la Armada

12.10.2024 10:14

Felipe II ya dijo que había enviado a sus naves a luchar contra los ingleses y no contra los elementos. Y tuvo razón. Apenas batallaron contra los británicos unas pocas escaramuzas en el Canal de la Mancha y tuvieron algo más que palabras en Gravelines, aunque nada grave para la flota española. Lo cierto es que el principal objetivo que era transbordar a los Tercios de Flandes hasta Gran Bretaña no se consiguió. Ahí estuvo el fracaso. La odisea fue retornar a buen puerto.

La empresa de Inglaterra fue, básicamente, una idea mesiánica del monarca español, Felipe II, para devolver la iglesia reformista anglicana al redil de las convicciones católicas y, de paso, acabar con las revueltas protestantes de Flandes apoyadas desde veinte años atrás por los ingleses.

El monarca encomendó a Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duodécimo señor y quinto marqués de Sanlúcar de Barrameda, noveno conde de Niebla y séptimo duque de Medina Sidonia, el mando de 125 navíos y de más de treinta mil hombres, doce mil de ellos marineros y diecinueve mil soldados. Todos ellos debían reunirse en Dunkerque, en el Flandes español, con veintisiete mil hombres más de los Tercios a las órdenes de Alejandro Farnesio, duque de Parma, quienes una vez cruzado el Canal desembarcarían en tierras de Kent.

A finales del mes de mayo de 1588 la Armada partió de Lisboa. Necesitó dos días para agrupar la flota en alta mar, pero para el 30 de julio ya avistaban las costas de Cornualles y tras varios encuentros de poca importancia anclaron frente a Calais. El ataque de la flota inglesa de Lord Howard de Effingham y de Francis Drake apenas hizo mella en la Armada, que perdió cinco naves. Pero la flota hubo de dispersarse y los vientos la alejaron de las costas de Flandes imposibilitando el encuentro con los Tercios. Abandonando su objetivo y siguiendo los vientos el duque de Medina Sidonia decidió regresar a la península rodeando las Islas Británicas. Tres días más tarde, el 12 de agosto, la flota inglesa, falta de suministros, había dejado de hostigar a la Armada. Los españoles, también escasos de intendencia y agua decidieron arrojar mulas y caballos por la borda.

Rodearon Escocia al norte de las Islas Orcadas y bajo la más meridional de las Shetland, la isla de Fair. A partir de este punto, sin los ingleses acosándolos, se enfrentarían tan solo con los elementos. Las galernas, inusuales por su intensidad azotaron con saña el Atlántico Norte un día tras otro, sin tregua, entre mediados de septiembre y el mes de octubre. De las cuarenta naves que se vieron arrojadas por el mar contra las costas noroccidentales de Irlanda veintiséis naufragaron.

Más allá de los escarpados acantilados de Moher, cerca de las islas Blasket, dos de los bajeles al mando de Juan Martínez de Recalde, el San Juan de Portugal y el San Juan Bautista vieron, antes de hundirse, el perfil del Monte de San Brandan, en el extremo de la península de Dingle. Las costas de Connacht y Donegal fueron testimonio de la desaparición de más navíos: la Concepción de Juanes del Cano frente a Galway, el Falcón Blanco frente a Connemara, el San Esteban en Doobeg y tantos otros.

Los ingleses habían dado órdenes de no dejar un español con vida. Un gallowglass, mercenario escocés, puso un particular empeño ultimando a golpes de hacha en la playa de Tyrawly a ochenta desgraciados que habían conseguido llegar a tierra. Sobre Sligo hay una franja de costa que se prolonga hacia el norte. Es un brazo de tierra que forma una pequeña península que se defiende del mar en la playa de fina arena conocida como Streedagh Strand. Al fondo, la verde y agreste mole del monte Benbulben observó cómo fueron arrastrados sin clemencia el San Juan de Sicilia y otros dos navíos “y fuimos á embestir con todas tres naos en una playa de arena bien chica, cercada de grandísimos peñascos de una parte, porque en espacio de una hora se hicieron todas tres naos pedazos, de las cuales no se escaparon 300 hombres y se ahogaron más de mil, y entre ellos mucha gente principal, capitanes, caballeros y otros entretenidos”.

En la orilla fueron golpeados y asaltados. Aún no había conseguido salir del agua uno de ellos, autor de esas líneas. Era el capitán Francisco de Cuéllar. Había estado al mando del San Pedro hasta que fue relevado y trasladado de barco a causa de unas órdenes sobre el rumbo dadas por un subordinado suyo. Tras el naufragio fue herido en una pierna. Advertido por una anciana evitó caminos principales y encontró compatriotas que habían visto como soldados ingleses asesinaron a un centenar de náufragos. Descalzos y apenas vestidos pasaron del valle de Glenade al lago Melvin. Cuéllar y otros setenta españoles encontraron refugio en tierras de Sir Brian O’Rourke, católico y con pocas amistades entre los ingleses. En noviembre alcanzaron el castillo de Rosclogher, del señor Mac Glannagh, a quién Cuéllar denominará Manglana. Aquí resistieron un sitio de diecisiete días frente a tropas inglesas llegadas de Dublín dirigidas por el Lord Deputy Fitzwilliam.

Tuvieron noticia de un navío español anclado para ser reparado, pero antes de que pudieran abordarlo fueron informados de su partida. Diez días antes de Navidad marcharon de nuevo a pie hacia el norte. Buscaron ayuda en la persona del obispo católico de Derry, Redmond O’Gallagher, quien les asistiría en alcanzar Escocia, donde aún permanecería durante medio año antes de conseguir pasaje para Amberes, en Flandes.

No muy lejos de donde naufragó Cuéllar, en la parte septentrional de la bahía de Donegal hay una cerrada ensenada en Killibegs actualmente marcada por dos faros, el de Carntullagh Head y el de la punta de Saint John. Aquí se refugiaron a mediados de septiembre para reparar cuanto pudieran la galera de tipo napolitano llamada La Girona, comandada por Hugo de Moncada. Ochocientos supervivientes de la carraca mercante La Rata Santa María Encoronada, de 35 cañones, embarrancada en Blacksod Bay, y de la urca Duquesa de Santa Ana, de 23, varada en Loughross Mor Bay se añadieron al resto de supervivientes que atestaban La Girona. Zarparían en dirección este, hacia Escocia, el 26 de octubre, con mil trescientos hombres a bordo y la asistencia de un cabecilla irlandés, Mac Sweeney Bannagh y cuatro pilotos locales, tres de ellos irlandeses y uno escocés. El día 28 bordearon Inishowen y el Logh Foyle en el estuario de Derry, donde les sorprendió una violenta galerna. Uno de los hombres de Sorley Boy McDonnell avistó la nave desde Dunluce, un indicio de que navegaban demasiado cerca. La fuerza de doscientos veinticuatro remeros intentaba mantener la galera alejada de la costa hasta que, a medianoche, con el timón averiado y con el viento del noroeste en aumento la nave viró ciento ochenta grados embistiendo irremediablemente con la proa los salientes de Punta Lacada, Leac Fhada en gaélico, que significa sencillamente Piedra Larga, a unas cuatro millas de los conocidos bloques basálticos de la Calzada del Gigante. La Girona se ladeó atrapando a la mayor parte de sus ocupantes. Quienes cayeron al mar no tuvieron mayor fortuna al ser lanzados por el furioso oleaje contra las rocas. Además, a nado, no hay acceso posible ya que lo impiden los acantilados que superan los ciento veinte metros de altura. El lugar se conoce hoy como Port na Spaniagh, la punta de los españoles. Una leyenda cuenta que la nave disparó sus cañones contra las rocas llamadas The Chimney Tops al confundir su forma con el perfil de un castillo. Aunque es difícilmente creíble que en pleno naufragio e intentando poner sus vidas a salvo se preocuparan de la artillería.

De los hombres que había a bordo solo nueve verían el amanecer. El resto de los cuerpos que fueron rescatados se inhumaron en el cercano cementerio de Saint Cuthbert. Fueron acogidos en el vecino castillo de Dunluce por Sorley Boy Mac Donell, un jerarca de origen escocés a quien la reina Isabel le había otorgado la fortaleza un par de años antes. El Mac Donnell se ocupó de que los supervivientes de La Girona junto a náufragos de otras naves llegaran a Escocia. De los restos de la galera recuperó tres cañones que haría instalar en la muralla de su castillo.

Cuando el capitán Francisco de Cuéllar ya se hallaba a salvo en Amberes, escribió el 4 de octubre de 1589, es decir ya pasado un año de su naufragio, una larga carta a la corona en la que relató sus penurias en tierras de Irlanda, al margen de reclamar para sí los meses de sueldo que se le adeudaban. Cuéllar aun sirvió largos años en las contiendas de la corona española y cruzó el Atlántico para transportar plata de América. Anteriormente ya había hecho la travesía del Océano y del estrecho de Magallanes y había fondeado en Brasil.

La Carta de uno que fué en la Armada de Ingalaterra y cuenta la jornada (sic) pasó tres siglos en los archivos de la Real Academia de la Historia en Madrid, hasta que fue dada a conocer por Cesáreo Fernández Duro en su trabajo Los náufragos de la armada española en Irlanda, publicado en 1890. Poco después sería traducida al inglés como Captain Cuellar adventures in the Connacht and Ulster por Hugh Allingham en 1897. Curiosamente la misiva de Cuéllar se convirtió en uno de los escasos testimonios que describen costumbres y usos de la Irlanda de fines del XVI. Describía a sus habitantes “como brutos en las montañas, que las hay muy ásperas en aquella parte de Irlanda donde nos perdimos (…) y lo que ordinariamente comen es manteca con pan de avena, beben leche aceda por no tener otra bebida; no beben agua, siendo la mejor del mundo. Las fiestas comen alguna carne medio cocida, sin pan ni sal, que es su usanza ésta”.

El 27 de junio de 1967 el equipo de escafandristas belgas de Robert Stenuit tuvo que descender pocos metros de profundidad al este de Punta Lacada, justo en Port na Spaniagh, para hallar el pecio de La Girona. Durante tres temporadas de excavaciones submarinas estuvieron rescatando restos del naufragio. Monedas de oro y de plata, objetos de uso común entre la marinería y de los nobles de a bordo. Quizá los más destacados fuesen un broche de oro en forma de salamandra con rubís incrustados, un relicario con forma de libro o la cruz de caballero de la orden de Malta que perteneció al capitán Don Fabricio Spínola. Estos tesoros junto a otros hallados por el Club de Buceo Derry Sub-aqua en 1971 pertenecientes a la Trinidad Valencera se exponen en el Museo del Ulster, en Belfast. También se ha creado una ruta llamada Cuellar’s Trail, para seguir a pie o en bicicleta, el camino que recorrió el capitán de la Armada Invencible en su accidentado periplo irlandés.

© J.L.Nicolas

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