Madagascar

22.11.2012 10:54

A Thelma et Katia, et bien sûr, a son père Henri.

Tuve el privilegio de poder compartir aperitivos con Henri Andrianarijaona. Su hospitalidad me retuvo una temporada en su casa de Antananarivo. Solíamos tomarlos antes de cenar con su familia -su esposa y sus dos hijas-, una costumbre más francesa que malgache, pero una costumbre al fin y al cabo. Con cada trago que sorbíamos arreglábamos un poco más el mundo.

Madagascar es uno de sus países más pobres y adolece de un cáncer enraizado en mayor o menor medida en todas las sociedades de este planeta, la despreciable costumbre de enajenar el erario público, de creer que la gestión del bien común necesariamente ha de pasar por el provecho propio. Henri era un idealista, se había formado en la Sorbona y había vivido la ebullición de Mayo del 68 en París. Acabados sus estudios y el doctorado, en lugar de prosperar en Francia decidió  regresar a Madagascar con su recién casada esposa francesa para tratar de poner sus capacidades adquiridas en la antigua metrópolis al servicio de su país. A Henri le interesaba, entre otras cosas, el deporte. Con los años y su capacidad de gestión y entusiasmo acabó siendo Secretario General en el Ministerio de Juventud y Deportes durante el último gobierno de Didier Ratsiraka. Entre otros asuntos se ocupaba de formar a gestores de alto nivel para desarrollar el deporte en su país, de involucrar a los jóvenes a participar  en los Juegos del Océano Índico y también en dotar de contenido al nuevo Palacio Nacional de la Cultura y de los Deportes de Mahamasina, en la capital. 

A pesar que él no había estado, Henri me sugirió volar hasta Ankarena, en Nosy Boraha o Ille Sainte Marie, al nordeste de Madagascar. No lo confesó, pero demostró una sana envidia por enviarme a lugares de su propio país que él no había tenido la oportunidad de visitar.

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© J.L.Nicolas

 

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