Namasté Katmandú
Una vez, el valle de Katmandú fue un lago de considerables dimensiones. En su centro crecía un loto que, al florecer, atraía con su belleza, la atención de los dioses. Para acercarse a contemplarlo vaciaron el lago haciendo un profundo corte en las montañas que contenían el agua.
Según una versión fue el dios Manjusri, quien con su espada Chandrarasha creó la garganta que vació el lago, otra versión cuenta que fue el propio Krishna quien empleó el Sudarshana Chakra, con sus 108 afilados dientes, para abrir paso a las aguas. Actualmente existen otras versiones, más objetivas quizás, pero sin duda menos proclives al ensueño.
La ciudad fue fundada antes de la llegada del año mil por el rey Gunakava Deva, de la dinastía Licchavi, allí donde confluyen las aguas del Bagmati y las del Bishnumati. De la unión de los poblados existentes emergió Kantipur, Yambú para los tibetanos. Otra leyenda relata como Kirtipur se convirtió en Katmandú, cuando un dios conocido como Árbol del Paraíso llegó de los cielos disfrazado de simple mortal para asistir de incognito a la procesión del gran carro de Machhendranath. Pero fue reconocido y retenido hasta que se comprometió a construir un refugio para los monjes que se hallaban en transito. El dios cumplió su palabra y construyó con la madera de un solo árbol el albergue al que llamaron Kashtamandap, la casa de madera.
La dinastía Malla sucedió a la Licchavi y nuevos templos y palacios fueron erigidos, particularmente en la plaza Durbar y sus alrededores. En 1760, el padre Giuseppe, un misionero capuchino que regresaba de China hacia occidente, fue testimonio de hasta que nivel estaba desarrollada la ciudad, Catmandu, que ya reunía a casi veinte mil hogares.
© J.L.Nicolas