Rayuela en París
93 Levanté la cabeza y, como quien quiere no ser visto, deslicé pausadamente la mirada hacia la boca del puente, del Pont des Arts, en el ángulo donde confluyen la rue de Seine con el arco que da al Quai de Conti, con la manifiesta intención de constatar que ya no estaban allí. Ni Lucía ni Morelli.
115 Había sido un accidente temporal el que me había llevado hasta el mismo lugar sin establecer coincidencia alguna. Siempre estarían allí. Él, ataviado con su gabán de otoño parisino, sosteniendo algunos libros en una mano y un cigarrillo prendido en la otra. Ella paseando su silueta delgada a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. No quise cruzar el puente así que giré y desandé mis pasos en sentido inverso hacia un principio que es, simultáneamente, final.
116 Aunque ahora el puente parece una ferretería, desde que se pusiera de moda entre los enamorados bloquear un candado entre las rejas de la barandilla. Temo que algún día no muy lejano el peso de tanto amor hundirá sus pilares.
1 Giraron las llaves en la cerradura. Philippe entró cargado de bolsas que depositó como pudo en la cocina. Le ayudé. Había traído gambas del Atlántico, unas ostras fines de claire del 3 o del 4 de Arcachon, mejillones, que más tarde descubriría que eran los mejores que había probado jamás, un tourteau, bigorneaux y un par de bogavantes. Aun no había llegado nadie. Miré por la ventana. Era un espectáculo la ventana de su apartamento en un treceavo piso del boulevard National en La Garenne Colombes, en las afueras de Paris. Los rascacielos de la Défense y la torre de Montparnasse, la torre Eiffel y Notre-Dame, las cúpulas del Grand Palais y más a la izquierda, en pequeñito el Sacré-Cœur sobre la colina de Montmartre. Era una postal que se mecía en los colores de la luz a lo largo del día.
6 Llegaron Linette y Neal para ayudar a preparar la mesa. Trajeron un par de botellas de blanco alsaciano. Oh sí, sí. Conocía las bodegas, había estado el año anterior de visita en Riquewihr. Algunos eran deliciosos en su incipiente vejez. Philippe preparaba el marisco y yo me puse a abrir ostras. Me desplazaba cada día desde el metro del Grande Arche hasta el apartamento. Había un paseo que no era ni corto ni largo desde la explanada del CNIT, bajando las escaleras de un gran parking para recorrer las aceras hasta La Garenne. El bloque de pisos, casi tan incisivo como un rascacielos, se distinguía bastante antes de llegar. Alguna vez me había equivocado al coger el tren en Saint-Lazare, tomando alguno que no paraba en todas las estaciones había acabado, a veces, en Nanterre. No para abrir ostras. Otras veces había llegado hasta La Villette en taxi para encontrar, no a Lucía ni a Babs, sino a Isabelle, llegaba tarde, yo llegaba más tarde que el conejo de Alicia y la vi, la vi andando sobre la acera en sentido contrario al de mi taxi, descendí dejando las maletas para encontrarla. Lo hice y el problema subsiguiente fue el de recuperar las maletas y el taxi, o viceversa. Eran años de pensiones en el Marais y de ascender a diario la rue Vielle du Temple. Un encanto en las noches de lluvia y de reflejos de luces anaranjadas sobre el asfalto mojado.
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© J.L.Nicolas