Trieste, el No Lugar
Ciudad cambiante, atornasolada, linde y frontera dúctil. Algunos la han definido como un no lugar, un sitio atópico. Trieste lo es todo y nada, se complementa y es contradictoria. Todo ello – y nada – la han convertido en cuna y lugar de paso y estancia de escritores que han dejado en sus páginas constancia de semejantes matices.
De hecho abunda la literatura basada en ese pensamiento de frontera de búsqueda de la identidad, de hurgar en la propia existencia, soplando en el viento, buscando mariposas blancas sobre la nieve o en las lágrimas lloradas bajo la lluvia. La escritora galesa Jan Morris abundaba en esa idea del no lugar que otorgan los movimientos fronterizos con sus respectivos y sucesivos cambios de filiación y el sentimiento de pertenencia. En esa línea también sería interesante dilucidar, hurgando en el pensamiento del británico Tomás Moro en su célebre Dē Optimo Rēpūblicae Statu dēque Nova Insula Ūtopia, publicada por primera vez en 1516, si Trieste estaría situado al modo de la isla de Utopía, o en un lugar más bien eutópico, o si mejor se trataría de un lugar atópico o quizás distópico. El pensador renacentista ingles tenía un cierto gusto por construir nuevas palabras a partir del griego clásico, con la negación οὐ y el sustantivo τόπος formó su famosa utopía, literalmente el no lugar donde situaba a una sociedad ideal. Con el mismo fin unió εὖ y, de nuevo, τόπος, para formar el buen lugar, un concepto más próximo al futuro Mundo Feliz de Aldous Huxley. Por una distopía se entiende la negación de la utopía de Moro, más bien alude a un equívoco espacio temporal más en sintonía con el despropósito de la raza humana, como en el caso de la región triestina serían los odiosos desplazamientos forzados de población, aunque, paralelamente, también hay quien considera, como el periodista Rodrigo Fresan en su artículo ¿Cuánto falta para llegar? que lo más paradójico de todo, algo que dice mucho de la naturaleza del hombre, es que las utopías tienden a ser mucho más aburridas que las distopías.
El bullicioso Corso Italia separa la ciudad vieja del Borgo Teresiano, el ensanche de cuadricula que rodea al Gran Canal donde se establecieron comerciantes y hombres de negocios que levantaron sus edificios de fachadas neoclásicas. El Gran Canal era la vía acuática de entrada a ese nuevo centro urbano y estaba atravesado por puentes levadizos para permitir el paso de los veleros cargados de todo tipo de mercancías. Hoy, esos puentes son de piedra inamovible. El Gran Canal acaba en la plaza donde se halla la iglesia, también de fachada neoclásica, de Sant’Antonio Taumaturgo. Casi al lado se alza otra iglesia, esta es la ortodoxa, el Tempio Serbo Ortodosso di San Spiridone. En la parte central se abre el espacio de la Piazza Ponterosso, donde estuvo el puente levadizo que con su color dio nombre al nuevo puente y a la plaza. En el centro hay otra obra de Mazzoleni, una fuente coronada por un querubín añadido posteriormente que se conoce popularmente como el Giovanin. En la parte baja de la vía acuática, frente a la Riva Tre Novembre, tres edificios confieren un marcado eclecticismo a esta fachada marítima con construcciones con elementos helenizantes y otros de aires neoyorquinos y venecianos, son el Grattacielo Rosso, el Palazzo Gopcevich y el Palazzo Corciotti.
Al acabar la Primera Guerra Mundial, Trieste se debate entre ser italiana o yugoslava. Acabada la Segunda Guerra Mundial, por el Tratado de Paris de 1947, se le otorga un estatuto especial de ciudad independiente con una amplia área circundante. Siete años más tarde el Territorio Libre de Trieste se divide en dos zonas, la septentrional, con la ciudad, que dependerá de Italia y el resto, de la República Yugoslava. Buscando un lugar sólido en el mundo.
© J.L.Nicolas
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