Un Lugar Llamado Grañena

30.12.2016 17:08

Grañena de Segarra es una pequeña población en la que apenas habitan ciento cuarenta almas. Se recoge en la cara meridional de una loma que destaca entre las onduladas llanuras sembradas de cereales en tierras leridanas, a la sombra de una antigua fortaleza templaria.

En el año 1054, tiempos en los que la población era fronteriza con los dominios de Al Ándalus, aún más allá del rio Ebro, Ramón Berenguer I de Barcelona y su esposa Almodís de la Marca otorgaron carta de poblamiento a una docena de familias. El mismo conde infeudó el castillo sucesivamente a Ramón Ermemir y a Bernat Isarn, pero el 14 de julio de 1131, su descendiente Ramón Berenguer III, días antes de morir, ingresó en la Orden del Templo de Jerusalén. En su testamento, hizo donación, ante su hijo Ramón, su hermanastro Eimeric II de Narbona, Guillem Ramón el Senescal, Ramón Renard y Bernat de Belloc como testigos, a las tres órdenes militares de Tierra Santa, la del Hospital, la del Santo Sepulcro y la del Templo. A esta última correspondió el castillo de Grañena convirtiéndose así la fortaleza en la primera posesión de la orden en los condados catalanes.

La donación pretendía implicar a la orden en el avance cristiano sobre territorios musulmanes, tal como después participarían en las campañas de 1143 para conquistar Lérida y Tortosa. A pesar de la temprana cesión del castillo de Grañena los templarios no se hicieron cargo de la fortaleza hasta cinco años más tarde, cuando se estableció una primera comunidad de frailes, aunque del preceptor de la comanda no se tiene noticia hasta que en 1189 se le encarga a Bernat de Vilademàger, a quien sucedieron Guerau Ponç, Berenguer de Montornès, Pere de Sant Just y Jaume d’Oluja. A inicios del XIV, en 1316, abolida la orden del Temple, la propiedad pasó a la orden del Hospital con el comendador Bernat de Guilella, integrándose en el Gran Priorato de Cataluña.

El castillo fue reformado y transformado en numerosas ocasiones hasta los inicios del siglo XX y también sufrió las consecuencias de diversos conflictos, desde la Guerra Civil Catalana, a la Guerra de los Segadores y la de Sucesión. Tras la desamortización de 1835 paso a manos privadas y se convirtió, dividido, en tres casas de labor, una parte del recinto fue utilizada como cementerio. Hoy, entre las ruinas, aun se distinguen parte de la torre del siglo XI, en el interior aún existe una nave cerrada con bóveda de cañón. En junio de 2003 se acondicionó justo al lado la Plaza del Castillo, un buen mirador sobre la población y la comarca donde está la capilla adjunta a la fortaleza y una antigua cruz de piedra. Más abajo, descendiendo por la calle del Pozo, se encuentra el portal adovelado de la fachada meridional, una de los antiguos accesos a la población.

Bajo el castillo rodean la colina un par de calles, la Mayor y la de Migdia, una tercera, la de Sant Pere, tiene un menor recorrido. La calle Mayor se abre ante las escalinatas que llevan hasta la iglesia parroquial de Santa María, un edificio neoclásico con una fachada acabada en 1804 y una esbelta torre octogonal, que hasta no hace demasiados años aún estaba mellada en su tejado. Por las calles se aprecian algunos antiguos dinteles de recias puertas de piedra que señalan el año de construcción. Una de ellas, en la calle de la Tramontana, muestra los símbolos de los arquitectos del universo, la masonería: compás, escuadra, martillo y cincel.

A finales de los años setenta pasé algunas temporadas en el pueblo, tenía un admirable paisaje cromáticamente cambiante en cada estación, del intenso verde de los campos de trigo y cebada a finales de primavera hasta que estos se agostaban tornándose en una variante gama de sienas. Me instalé en una casa de tres pisos que, sin amenazar ruina, anhelaba una urgente reparación que incluía algunos de sus escalones. Aun así, con dieciocho años, precisaba poca cosa más que el hogar para caldear una sala y cocinar y una tumbona donde dormir. Llegué cargado de lectura y bártulos para pintar: un viejo caballete, una no menos vetusta caja para guardar tubos y pinceles. Los dispuse junto a la ventana, cerca de la luz de mediodía y al lado de una mesita donde dejé los libros. Eran tiempos de leer a los poetas malditos franceses, a Baudelaire, a Rimbaud, a Verlaine, sin embargo, los dejé en casa cambiándolos por una selección variada: Whitman, Papasseit… y por una edición bilingüe de la norteamericana Emily Dickinson, un descubrimiento causado por una balada de Simon & Garfunkel, The Dangling Conversation: And you read your Emily Dickinson, / And I my Robert Frost, / And we note our place with bookmarkers / That measure what we've lost. También había música. Un viejo reproductor de cintas a pilas - no había corriente eléctrica en la casa y la iluminación la proporcionaban unas cuantas velas estratégicamente situadas -, hacía sonar algunas casetes penosamente copiadas, pero con piezas adecuadas a la situación, unos grandes éxitos de Georges Moustaki y otros de Leonard Cohen. Me gustaba escuchar Suzanne mientras perdía la mirada hacia los campos, más allá de la ventana. And you want to travel with her / And you want to travel blind… Más de treinta años después las calles siguen vacías, diría que aun más. No hay ecos, siquiera del silencio. Solo una niebla traslúcida que rodea la colina y que convierte los recuerdos en una materia densa, próxima a la de los sueños, cargada de palabras lejanas y notas en el aire… And you know that she will trust you / For you've touched her perfect body with your mind. 

© J.L.Nicolas

 

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