Una Plaza en Plaka
Filomousou Etaireias es una popular plaza del centro de Atenas, también conocida como la plaza de Plaka, que, a pesar de que Lonely Planet la considera ”touristy in the extreme”, no deja de ser un lugar agradable y con curiosos detalles.
El barrio de Plaka se extiende bajo la ladera nororiental de la Acrópolis alrededor de la antigua ágora. La estructura urbana se desarrolló durante el período de dominación otomana, cuando era el barrio turco y sede del Voivoda, el gobernador. El nombre de Plaka no se popularizó más que tras la independencia griega y probablemente procede del nombre que le daba la comunidad albanesa que lo habitaba: Pliak Athena, la antigua Atenas. La plaza Etaireias está situada en el corazón del barrio, rodeada por las calles Kidathineon, Farmaki y Geronta. El nombre de la plaza, Φιλόμουσος Εταιρεία, Filomousou Etaireias, recuerda a la sociedad de amigos de las musas, fundada en 1813, que se creó antes de la independencia, durante la ocupación otomana, para restaurar la cultura helénica en Atenas y promover el filohelenismo.
La plaza está rodeada de tabernas, Vizantino, Acropol, Plaka, una trattoria, dos cafeterías, Kylathinaion y Oionos y un par de restaurantes más modernos y elegantes: el gastro-pub Seven Food Sins y un restaurante francés, el Wine & Food. El mobiliario de las tabernas corresponde al que se las supone que deben tener: sencillas mesas y sillas de madera. Las sillas con travesaños de madera y asiento de mimbre trenzado, de aquellos que se pueden retirar para evitar que se mojen en los días de lluvia. Las mesas se cubren con manteles de cuadrícula, a veces roja y blanca, a veces azul y blanca, con cuadrados más o menos grandes. Todo depende del criterio del local. El menú suele ser casi el mismo en todas ellas: los sufridos souvlaki de pollo o cordero, las ensaladas de tomate, cebolla, pimiento verde y aceitunas adornadas con queso feta, musaka o pastitsio y algún guisado tipo kleftiko.
12:30 mediodía. Los turistas pasan tratando de elegir una mesa donde comer. Una mujer, con una blusa azul, cruza las mesas intentando mantener en equilibrio un vaso de agua que lleva en la mano izquierda. Un cartel de un conocido refresco, o, alternativamente de una popular marca de cerveza, soporta dos ejemplares del menú del día, uno en griego, el otro, previsiblemente en inglés. Se distinguen fácilmente los clientes locales de los foráneos. Los primeros hablan frenéticamente como si fuera el último día de sus vidas en que tuvieran la oportunidad de hacerlo. Los foráneos se sientan en pareja, casi inmóviles y callados en sus sillas, observando con parsimonia la incontinencia verbal del paisanaje. Los camareros sirven vasos de agua antes de solicitar el pedido, los acompañan con pequeños platos de aceitunas, pepino y zanahoria. Ahora cruza un hombre cargado con dos macetas mientras en el restaurante Akropol suenan los acordes de un bouzouki, la guitarra griega en forma de pera y largo mástil, de la mano de un par de músicos.
El centro de la plaza, desangelado y desprovisto de interés, parece escondido de las miradas furtivas de los comensales de las mesas de las tabernas. Es un espacio vacío donde hay enfrentados dos pares de bancos de aquellos de sentarse, donde parece que nunca haya nadie, pero no es cierto y junto a estos hay dos reliquias de otra era de la comunicación humana: un buzón de correos amarillo con el logotipo heleno, parece tan en desuso como el poste que sostiene tres cabinas telefónicas adosadas una junto a otra.
En cada extremo hay un pilar con un busto encima. La que queda hacia el este, hacia el Oionos Café es la del periodista y escritor Dimitrios Kabouroglou (1852-1942), quien fue miembro de la Academia de Atenas. La opuesta está dedicada al compositor Nikos Chatziapostolou (1884-1941), principal representante de la opereta griega.
El quiosco, a un lado del centro de la plaza, casi camuflado entre las mesas de las terrazas, ofrece, como era de esperar, la prensa del día y los hebdomadarios de la semana, pero también sirve refrescos y alguna cosa para matar el apetito provisionalmente. Una pareja pasa con una sola bicicleta, él es considerado y la abraza mientras, a pie, arrastra el vehículo.
A diferencia de la plaza de Saint Sulpice en París, la colonia de palomas es de reducidas dimensiones, sólo alguna de ellas se acerca de vez en cuando por debajo de las mesas en busca de alguna miga que llevarse al pico.
Las actividades de la plaza se completan con el Cine París. En los años veinte del siglo XX fue la primera sala con pantalla al aire libre, en la terraza superior. Fue abierta por un peluquero griego que vivió en la capital francesa. Estuvo cerrado durante un par de décadas hasta que volvió a abrir en 1986 ofreciendo sus proyecciones en versión original con subtitulación en griego.
Dos muchachas, una de ellas con brazos y hombros exuberantemente tatuados se levantan, pagan y se van. Pasa un vendedor ambulante de globos y de espadas de plástico. Abre la boca para publicitar su mercancía. Exhibe una dorada sonrisa, literalmente, al menos los cuatro incisivos superiores son de oro y se aprecian brillando en la distancia como en la canción de Rubén Blades, Pedro Navajas. El camarero, retirándose, tropieza con un peatón. Vuelven las muchachas de los exuberantes tatuajes. Se van los abuelos de la mesa de al lado.
Dos años más tarde la pandemia ha hecho algunos estragos: el Seven Sins y el cine están cerrados temporalmente, el restaurante francés ha cambiado de nombre, la plaza está mucho menos saturada, parece aligerada. En una de las mesas dos abuelos, que entre ambos parecen sumar un par de siglos, hablan animadamente, quizás del tiempo, hace más frío en este septiembre que en otros años, quizás comenten los incendios de este mes de agosto, particularmente violentos, quizás de los amigos desaparecidos. El que parece mayor enciende un cigarrillo y lleva unas gafas de sol que seguramente compró hace cuarenta años. Por lo menos. Toman calmadamente un café acompañado del preceptivo vaso de agua y siguen discutiendo mientras el más joven se ajusta los tubos de oxígeno que le llegan a la nariz. El futuro existe. Al día siguiente, y otros dos días más, regresan a la misma mesa y continúan la conversación en el mismo tono.
Han pasado dos años más, estamos en 2024, el que fuera el Seven Food Sins y estuvo cerrado durante la pandemia se ha transformado en el Rom, otro espacio gastronómico; el restaurante francés parece cerrado definitivamente, no hay espacio para el foie-gras entre tanto souvlaki y musaka. El cine París, de nuevo abierto, ha lavado su fachada y continúan proyectando largometrajes en versión original; hoy La Dolce Vita de Fellini. Ahora son cuatro o cinco los abuelos que se reúnen alrededor de una mesa allí donde había una panadería y ahora abre el bar Pantheon, con sus retratos en blanco y negro de celebridades del cine. Toman el ouzo a la hora adecuada, mediodía, acompañado de un ligero meze: aceitunas negras, queso y tomate. Uno de los abuelos todavía pasa con la mano izquierda un komboloi, uno de aquellos rosarios. Este, abreviado, es de once cuentas.
El buzón continua estando en el mismo lugar, pero las cabinas telefónicas han desaparecido. Los bustos del centro de la plaza siguen allí, mirándose fijamente el uno al otro. Inasequibles al desaliento.
© J.L.Nicolas