Visiones de París
La primera visión de París es un sello, un sello de correos, propiamente de la poste. Bien, y más concretamente un sello de a un franco setenta, rojo, con la cruz que en el monumento de Rennes celebra, quiero decir conmemora, la muerte de Juana de Arco. El matasellos es de la oficina de correos de la rue de la Tremoille, no muy lejana del puente del Alma, allá donde acabó su estancia en el planeta la célebre Diana Spencer, Lady Di, pero más cercana todavía a la rue de François I, el rey caballero y guerrero quien nació en Cognac y murió en Rambouillet. Pero François I, la calle, casi perpendicular a los Campos Elíseos, a la altura de Roosevelt, es la calle del remitente. Montse, mi más querida Montse, quien antes de acercarse a la poste había escrito en unas delgadas cuartillas y en un espaciado interlineado, entre otras cosas, que está lloviendo y hace mucho frío, a pesar de que apenas había empezado agosto. Ahora, cuando las vuelvo a leer, percibo cómo ha cambiado el color del papel con los años, más de cuarenta, desde cuando fueron escritas. Pero todas ellas tienen aquel característico y amplio interlineado que separaba líneas y palabras, palabras que prolongaba indefinidamente, como si quisiera que no acabaran. La M y la N no eran más que largas horizontales que no se unían tan solo por el hecho que las separaba una casi inapreciable y circular O aplastada; la T seguía perpendicularmente la longitud de la palabra, cubriéndola. La carta finalizaba con un escueto, y prolongado, te quiero, Montse. Así que mi primer impulso fue el de marchar inmediata y apresuradamente hacia París. Tras hacer un rápido balance con la suma de mis ingresos y mis ahorros llegué a la conclusión de que apenas me llegaba para una cerveza, París tuvo que esperar. Yo también. La cerveza, no.
Fue a partir del cambio de milenio, y de pareja, cuando las visitas se volvieron, además de inexcusables, apeteciblemente repetitivas y frecuentes. A veces nos alojábamos en casa de unos familiares en el distinguido Clamart, en un formidable château con jardín que siempre me ha recordado, aunque en dimensiones más reducidas, al Moulinsart de las Aventuras de Tintín. Tenía dos magníficas torres cilíndricas laterales y una adorable marquesina modernista que protegía los escalones de la entrada principal. Dentro, un viejo perro negro reposaba junto al fuego de la chimenea. Se llamaba Jorge. Un mal año, una tormenta que asoló medio país derribó varios árboles del jardín. En otras ocasiones, otro familiar, nos llevaba a su apartamento cercano a la plaza Monge, en la parte oriental del Latino. Allí solíamos acercarnos a la circular plaza de la Contrascarpe, a sentarnos bajo los toldos de sus cafeterías en compañía de una Leffe, un kir o un pastis. Buena compañía. Cerca, tuve la visión de una gran costilla de buey, entrando a un restaurante cercano al Panteón. Más visiones: de Madame Arthur en Pigalle buscando espectadores con barba, de un kir royale en la pequeña y coqueta place du Marché de Sainte Catherine y de lluvia intensa en Saint Paul, de la pista de hielo en los inviernos frente al hotel tonto, l’Hôtel de Ville, en un estúpido juego de palabras que solo parecía comprensible para mí mismo y que solamente a mí me divertía.
Un amigo, Philippe, nos acogía en ocasiones en su apartamento en La Garenne-Colombes, en las afueras de la capital. Alguna vez me había equivocado al subir al tren en Saint-Lazare, tomando alguno que no paraba en todas las estaciones había acabado, a veces, en Nanterre. Me desplazaba cada día desde el metro del Grande Arche hasta el apartamento. Había un paseo que no era ni corto ni largo desde la explanada del CNIT, bajando las escaleras de un gran aparcamiento para recorrer las aceras hasta La Garenne, pasando ante la Peugeot. El bloque de pisos, casi tan incisivo como un rascacielos, se distinguía bastante antes de llegar.
Giraron las llaves en la cerradura. Philippe entró cargado de bolsas que depositó como pudo en la cocina. Le ayudé. Había traído gambas del Atlántico, unas ostras fines de claire del 3 o del 4, de Arcachon, mejillones, que más tarde descubriría que eran los mejores que había probado en la vida, un tourteau, bigorneaux y un par de bogavantes. Aún no había llegado nadie. Miré por la ventana. Era un espectáculo la ventana de su apartamento en un treceavo piso del boulevard National: los rascacielos de la Défense y la torre de Montparnasse, la torre Eiffel y Notre-Dame, las cúpulas del Grand Palais y más a la izquierda, en pequeñito, el Sacré-Cœur sobre la colina de Montmartre. Era una postal que se mecía en los colores de la luz a lo largo del día. Llegaron Linette y Neal para ayudar a preparar la mesa. Trajeron un par de botellas de blanco alsaciano. Algunos eran deliciosos en su incipiente vejez. Philippe preparaba el marisco y yo me puse a abrir ostras. (…) Acabé de abrir las ostras, tres docenas, las había ido depositando sobre tres bandejas ovaladas, una por cada docena. Faltaban los mejillones, aquellos extraordinarios mejillones. Hélène había abierto las botellas de gewürtz que ya estaba escanciado. Philippe tenía aquellas copas de base verde, redondas y cortas, que parecen hechas aposta para los vinos alsacianos. Soonita y Étienne hablaban y hablaban, de los menús de una cervecería de Estrasburgo, de Au Cochon, un desmesurado restaurante de Nanterre especializado en cualquier corte de cerdo de aquellos que creían en el dicho du cochon tout est bon! (¡del cerdo todo es bueno!). El entrañable Étienne, enorme con su bufanda anudada al cuello y su copa en la mano, siempre alegre con su exultante vozarrón, tan grande como él mismo. Las ostras estaban frescas sobre la capa de hielo picado. Hawkings y Webster han dado paso a Charlie Parker con Now’s the Time, Soonita toma cuidadosamente entre sus dedos pulgar e índice una ostra y la rocía con la rodaja de limón que aprieta en la otra mano. El gewürtz es soberbio. La luz disminuye tras el ventanal que da a la Défense. Dentro de dos años Philippe se casará con Valerie en el ayuntamiento de La Garenne. Aún no lo saben. Ni que festejaran el evento en un restaurante del Bois de Boulogne. Quedará una foto dentro de un bar tras la ceremonia y durante un efímero aperitivo junto a un cartel de Ricard entre un preciso golpe de flash ante un gran angular de 20 mm. El arroz caía sobre sus cabezas. Vals nocturno. Una vez Philippe me llevó al bosque de Rambouillet, en las afueras de la ciudad, a buscar setas. Pasé la tarde recolectando pequeños i uniformes pieds bleus, una seta que si no hubiera sido por sus indicaciones jamás se me hubiese ocurrido arrancar del suelo. Bien, tampoco ninguna otra.
Hablando de escritores, cuando volví de nuevo fue para emular a Georges Perec, el gran escritor parisino que pasó tres días en la plaza de Sant Sulpice anotando hasta el mínimo detalle de cuanto pasaba allí. “Quattre enfants. Un chien. Un petit rayon de soleil. Le 96. Il est deux heures”. (“Cuatro niños. Un perro. Un fugaz rayo de sol. El 96. Son las dos”). Es solo un ejemplo, pasaron más cosas. Esta vez me alojé en otro antro, pero en Saint Germain. Con gran precisión y cuarenta y un años de distancia, fui a hacer lo mismo que Perec, pero, primero, pasé a toda prisa por Montmartre para hacer unas fotografías del barrio, de los escenarios de Amelie Poulain, la estatua de Dalida en el cementerio y luego a Pigalle, allí donde paramos a abrevar en la primera visita. Antes de pasar por Sant Sulpice tuve tiempo de hacerle una fotografía a una chica que liaba un cigarrillo sentada sobre el pavimento junto al Sena, a una joven china que se hacía las fotos de la boda en un puente, junto a una miríada de candados y un plumón sobre el vestido de novia, es octubre, la fachada de Les Deux Magots, el arcángel San Michel y su fuente y del semáforo que señala que hay que cruzar en dos tiempos antes de llegar a la plaza. Es viernes.
Cuando llega el buen tiempo me apetece oír aquella canción de Les Négresses Vertes, “La Seine est jolie, les filles sont belles et les Dieux sont ravis. Voilà l’été”, (“El Sena es bonito, las chicas son hermosas y los dioses están encantados. Aquí está el verano”), aunque haya clásicos como el “Paris sera toujours Paris! / La plus belle ville du monde / Malgré l'obscurité profonde / Son éclat ne peut être assombri” (“París será siempre París / la ciudad más bonita del mundo / a pesar de la oscuridad profunda / su deslumbramiento no puede ser ensombrecido”) que cantaba Maurice Chevalier en 1939 y que una joven llamada Zaz ha recuperado admirablemente bien.
Una vez más fui a ver al bueno de Jim, allí estaba, invariablemente en el mismo lugar de siempre, bajo su lápida, fiel a su propio espíritu.
© J.L.Nicolas
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